La comedia de Blake Edwards, “Desayuno en Tiffany”, parecerá una estúpida historia romántica hollywoodence de 1961. Tal como en “Las mariposas son libres”, con dos jóvenes se encuentran en la gran ciudad, como vecinos de un edificio; ingenuo él, despreocupada ella, quienes al final se enamoran.Eso, en apariencia porque lo mágico de este film es la temática subyacente y que no deja de sorprender en esta sociedad chilensis bastante pacata en exponer algunos temas latentes. Estamos hablando de un film de los ’60, donde la temática de la prostitución encubierta se ve embalsamada por la genialidad de su director.
En la Gran Manzana cohabitan Holly, suerte de dama de compañía de potentados empresarios, y Paul Varjak, un joven aspirante a escritor que no encuentra nada mejor que mantenerse como gigoló. En esta comedia no hay escenas de sexo explícito, si no que la blancura radiante de dos palomas que anudan un final cuadrado y autocomplaciente, en nombre de ese viejo ideal llamado amor.
Imposible dejar de relacionarlo con mis abuelos, imaginándolos en fiestas donde el alcohol, las drogas y las libertades sexuales hacían sus primeras apariciones en esta sociedad de consumo. Para muchos años después, encontrarnos con un film de similares características y, oh que coincidencia, de manos de otro mago de la comedia: Woody Allen con “Match Point” y la temática de los trepadores sociales a como de lugar.
Claro que Woody enfrenta la temática del oportunismo con más libertad que Edwards, en una época tal vez más conservadora en lo público, porque en lo privado volvemos sobre tendencias que siempre hemos demostrado como raza: la llegada al poder por medio de la complacencia de los deseos sexuales.
“Desayuno en Tiffany” es un film emblemático por los temas atrevidos que trató en su momento, por la empatía de sus personajes con una destacada Audrey Hepburn; una canción que hasta el día de hoy suena y que fue emblema de uno de los capítulos de “Sexo en la ciudad”.
Un film que comienza con un bocado frente a la joyería Tiffany, con una joven de estilo de vida a todas luces superficial, y que termina, para mal de muchos, en medio de una lluvia en un callejón miserable de Nueva York, con una vida de amor a prodigarse por delante. Claro que sólo para los que creen que el amor es el único pivote que puede echar abajo las ansias de triunfo y comodidad burguesa.











El primer impulso que uno tiene al ver, y más que nada escuchar, el film “La vie en rose”, de Oliver Duham, es entrar a una tienda y comprar la banda sonora de la película. “La vida en rosa”, que de rosa tenía bien poco, aborda la biografía del “gorrión” de Francia, Edith Piaf, trágica, fatalista, sostenida por los acordes de una voz profunda que fue la Francia misma de la posguerra.






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Cada viaje reviste la ocasión para encontrarse con uno mismo. Lo decían las señoras de antaño, cuando enviaban a las hijas enamoradas de un pobre labrador para que refrescaran la mente en un largo periplo por Europa. Los “roads movie” instauraron este estilo en el cine que Theo Angelopoulos, el gran director griego, utilizó de forma particular en “La mirada de Ulises”.
“Non serviam” (“no te serviré”), le dice el viejo Costello, aquel mafioso contrabandista interpretado por Jack Nicholson en “Los infiltrados”, al joven Sullivan. Un “non serviam” que resume toda su filosofía de vida, porque “nadie te regala nada, tú tienes que lograrlo” haciendo uso de la violencia y la extorsión.




