6/11/2008

Calaveras del 50

Al pasar los primeros minutos de “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal”, aparecen en pantalla un George Lucas, como apoyo logístico, y Steven Spielberg, como el encargado de moldear el film con todos estos materiales. Sólo el nombre de estos directores-productores prometía una entrega a palco lleno.
Los reyes del cine comercial atinaron una vez más, aunque a este tren la faltó algo más de velocidad. El mismo tren supersónico que aparece en una de las primeras secuencias, cuando Indiana Jones logra escapar de los espías soviéticos en plena Guerra Fría de 1957. El profesor Jones, fiel a sus estudios de arqueología, escapa del yugo de la política contingente, pero es despendido de su puesto en una universidad.
Entonces se inmiscuye en una acción de honor al ir en rescate de un viejo colega perdido en la selva de la Amazonia, quien iba en búsqueda de la mítica calavera todopoderosa. Y los soviéticos conocen de memoria esta leyenda. Las cartas de Indiana Jones estaban puestas sobre la mesa.
Imposible sustraerse al ritmo de acción de las numerosas versiones de “La momia”, como si hubieran calcado cada centímetro de sus secuencias. Si hasta el final es una toma sacada con calco, cuando la pirámide es engullida por una tormenta apoteósica. El director de “La lista de Schindler” prometía más.
Sin embargo, el film cumple con su acometido que es servir de vía de escape, sin mayores pretensiones que las de entretener. Supe que uno de sus efectos colaterales fue mejorra el turismo del Perú, y cómo no si la película vuelve sobre la idea que en este rincón del mundo está todo lo exótico y oculto, como una matriz frondosa capaz de parir riquezas de oro a destajo.
Faltó el aporte humorístico, utilizando recreaciones de un tipo de cine ya en desuso. Viejos los actores, vieja la trama, viejas las palomitas de maíz confitadas que no paraban de rechinar a mi alrededor. Cuando todos creen que pasada la ciencuentena, los actores están obligados a aceptar papeles honda dalai lama, aquí vemos a un Harrison Ford saltando por los aires y besando a actrices tan viejas como él.
Lo repito, acá faltó una pizca de humor corrosiva. Las manos detrás de esta realización reivindicaron su derecho a no ser tildados de viejos gagás, pero se quedan en la autocomplacencia de volver sobre lo mismo, lo seguro, con algo de clases de historia sudamericana repletas de clichés y gags a que nos tienen acostumbrados durante décadas.

5/26/2008

Amor sin sacarina

Ella es una chica ingenua y olvidadiza, hija de un adinerado ejecutivo de la construcción. Él es un arquitecto dedicado a labores menores de albañilería. Ella decide conquistarlo a como de lugar aunque deba enfrentar la negativa de su propio padre.
Hasta ahí, una historia romántica como muchas, salvo que está ambientada en Corea del Sur (el amor no conoce fronteras). Este exceso de romanticismo hacia la mitad del film conlleva todo esa carga emocional impregnada en esa novela corta llamada “Nada menos que todo un hombre” de Miguel de Unamuno, pero John H. Lee, el director de “A moment to remenber” tenía preparada otra dosis directa a la yugular para llorar a mares.
La joven descubre que padece del mal de Alzheimer y que pronto no recordará siquiera lo que hizo hace un minuto. Los sueños de la pareja de enamorados se desmoronan, aunque poseen todo el coraje para que la relación se mantenga a flote salvando los últimos jirones de la memoria averiada con papeles y fotografías, nombres y fechas desperdigados por toda la casa a fin de retener a punta de alfileres los mejores recuerdos.
Si hay quienes piensan que los orientales trabajólicos eran unos energúmenos fríos sin tiempo para cuestiones del corazón, se equivocan. Los relatos de Corin Tellado se quedan mudos ante esta avalancha de dramatismo en estado puro, un amor en la era de la globalización amparado con boleros cantados en español y un estilo de vida muy cercano al nuestro.
Si “Ghost” es el film romántico más visto en la historia del cine americano, “A momento to remember” está llamado a convertirse en una cinta de culto en la temática del drama pasional, sin quebrarse los sesos en los recovecos del alma enamorada. Sólo es la radiografía de una historia cautivante, que une elementos actuales, con un ritmo limpio en aras de ese viejo sentimiento que a veces ni los más jóvenes se dan el tiempo de prestar un poco de atención.
Por nombrar sólo un ejemplo: cuando en un estado de lucidez, la joven se percata del sufrimiento que ocasiona a su amado, lo abandona. Pasan los días sin saber de su paradero, pero una carta permite que el joven la encuentre recluida en un asilo; entonces prepara una visita al mismo local donde se conocieron, con la presencia de todos los personajes que rodearon a la pareja. Entonces ella mira a su alrededor, vuelve en sí, y pregunta si no está ya en el mismo cielo.

5/22/2008

Novias de ultramar

Grecia, 1922. Un fotógrafo tomaba registros de la guerra turco griega y, al verse desplazado por otro profesional, decide regresar a su país en barco. En la nave se encuentra con una tripulación de 700 mujeres llamadas “las novias”, un contingente humano acostumbrado a cruzar el Atlántico para desposar a los emigrantes griegos de Norteamérica.
En la travesía se desenvuelven situaciones imprevistas como la historia romántica entre el fotógrafo y una costurera griega, la sordidez de la prostitución, la trata de blancas, la amistad, el engaño y la fuerza de las costumbres que hagan perdurar la cultura helénica más allá de los confines de su territorio.
Un film que nos llega a través del Festival de Cine Europeo en un itinerario que recorre las principales ciudades del país. “Novias”, de Pantelis Voulgaris, se suma a una serie de clásicos del cine griego como “Zorba el griego” y la más reciente “Casamiento griego”, cuyas temáticas están unidas por esa férrea oposición a subyugar aspectos claves de esta cultura a la marea fluctuante de la vida moderna.
“Novias” está envuelto en un ambiente asfixiante por los avatares de un grupo de mujeres griegas y rusas confinadas en un barco, obligadas a acatar las órdenes de un puñado de hombres acostumbrados a ejercer el poder y, como en la carrera alocada de un espermio, las mujeres que desean alcanzar la felicidad y el respeto social por medio de las promesas redentoras del matrimonio.
El abuso de poder sobre el género femenino se una la lucha de clases mediante la ridiculización de una burguesía solazada en representaciones simplonas de la cultura helénica, de mucho caviar y champaña, salvo la aparición de una especie de “hada madrina” cuyo rol no queda del todo explícito ni su incumbencia en la historia romántica demasiado clara.
Una temática que desenmascara los contratos de matrimonio por encargo (antes, un barco; ahora, internet) con heroísmos y mujeres que van conformando un extraño realismo mágico al estilo griego como la vez que el cabello de la costurera encanece de la noche a la mañana, como si fuera una maldición.
Un agradecimiento a la Pontificia Universidad Católica de Chile, Comunidad Europea y Chile Films para traer a estas latitudes tres films que muy difícilmente habrían pasado la barrera de la cartela comercial.

5/07/2008

Pequeño Genio

Escrita hace más de 150 años, Oliver Twist se ha convertido en un referente de la literatura crítica a la injusticia social, la pobreza y la bajeza humana que se vive en las grandes ciudades. Tal parece que el mundo ha cambiado bien poco desde entonces.
Aunque “Mi nombre es August Rush”, de Kirsten Sheridan, conserva gran parte de las temáticas principales que caracterizan a su partner Twist, como el hecho de ser un niño huérfano ingenuo que se enfrenta a la metrópolis bulliciosa para trabajar junto a un oscuro líder encargado de reclutar a jóvenes ladrones, August aporta su cuota novedosa con un talento innato por la música. Un genio en ciernes descubierto con facilidad.
Claro que la historia del niño abandonado está acompañada por la trama que dio vida al amor imposible de sus padres. Él un cantante de rock de clase media y ella una muchacha practicante de chelo, hija de un acaudalado padre autoritario que logra separarlos y, al saber del embarazo de su hija, alcanza mediante engaños donar al recién nacido a un orfelinato de Nueva York.
Este film algo se lleva de “El Perfume: historia de un asesino”, con ese don heredado por el desarrollo extraño de un órgano especial (el oído, en este caso) y que mucho tiene que ver con la genética de sus padres. Una mezcla de fantasía y dramatismo bastante cursi envuelto en una relación de imposibles que se vuelven a encontrar por medio de la pista casual que aporta Internet, bien poco creíble.
Una ensalada mal aderezada. Un caso sacado de los libretos de Sábados Gigantes y el reencuentro de padres e hijos separados por el destino y vueltos a encontrar por la providencia de Carabineros de Chile. Más valdría haber fijado el punto de vista simple y llanamente en la historia de un niño pobre, con un don único, y los avatares que encuentra en su camino para sobresalir. El tema de la resiliencia está de moda.
Pero nos quedamos pegados a la pantalla con pésimas actuaciones, una narración romántica no apta para diabéticos, un niño que al poco tiempo deja de hablar con las estrellas para pasar sin previo aviso a dirigir su propia orquesta, y un villano que en estos tiempos sólo provocaría un ataque de risa.
Un August Rush que más bien parece un Oliverio Twist descafeinado, brebaje que de todas formas puede hacer dormir como un potente tónico en las cómodas butacas de su cine.

4/29/2008

Las viejas utopías

Hay quienes señalan que un viaje se mide sólo con el regreso como en el Mito de Ulises, o como en los casos de quienes se alejan de una ciudad por largo tiempo para volver en las proximidades de la muerte. Lamentablemente este no fue el caso de Alexander Supertramp, el personaje principal de “Into the wild”, escrita y dirigida por Sean Penn.
Este tipo de películas tiene una audiencia asegurada, pues ¿quién no ha soñado con mandar todo a la punta del cerro y mandarse a cambiar con todo allá mismo, lejos del mundo? Rousseau y el viejo axioma que el hombre o la mujer nacen buenos y es la sociedad la que los corrompe.
Alexander Supertramp es un estudiante como cualquier otro quien, a comienzos de los ’90, está a punto de entrar a la universidad. Es el mejor de la promoción y su padre le ofrece de regalo un moderno automóvil. Sin embargo el joven rehúsa el ofrecimiento diciéndole que se quedará con el mismo de siempre, un auto destartalado parecido a la citroneta de Fernando Villegas.
Comienza entonces este “road movie”, o “balsa movie”, al cambiar su auto por un bote inflable para bajar por un río y así dar forma a lo que será el motivo de su existencia: llegar a Alaska, internarse en los bosques desolados y vivir como un ermitaño, acompañado de una escopeta y unos cuantos libros.
El film está plagado de flashbacks que en nada aportan al eje central del film. ¿Un viaje iniciático?, ¿una actitud en franca protesta contra el consumismo?, ¿un santo de los tiempos modernos?, ¿un loco? De todo eso y un poco más es lo que deja a su paso con las personas que encuentra, las cartas que escribe a su hermana, los confesados episodios de un pasado familiar poco acogedor.
Este Jesús de zapatillas y mochila enristra con sus libros y su actitud desafiante una lección de vida a la futilidad de la vida moderna, amparada en un consumo sin control. Sin embargo, es un santo contemplativo que, en su intento por volver a la sociedad se queda imposibilitado debido a la crecida del río y a la ingesta de vainas envenenadas. Se queda entonces de manos atadas para derribar las alcancías en el mercado de la abundancia de esta nueva Jerusalén.
Demasiada referencias a Henry Thoreau, Lord Byron, Jack London y León Tolstoi, todos eximios creadores de esos mundos posibles lejos de las grandes ciudades. Penn se queda a la berma del camino, como Supertramp, dejando sólo destellos de disconformidad apuntando tímidamente a esa agotada panacea de felicidad norteamericana.

4/22/2008

Dudosa amistad

Francia tiene como su mejor carta de presentación, su propio cine. Mujeres refinadas, ese apego por lo antiguo y artesanal tal como lo haría un spot publicitario del mejor de nuestros vinos. Todo eso y más tiene “El cantante”, de Xavier Giannoli.
Gèrard Depardieu es un artista que se dedica a animar veladas nocturnas para cuarentones solteros y asilos de ancianos con senescentes medio adormilados. Cecile de France es una madre soltera con un hijo de seis años a quien ve de vez en cuando -no se sabe por qué-, dedicada a la venta de propiedades.
Ambos se conocen en uno de esos clubes para mayores de edad, donde se refleja todo el patetismo de este artista entrado en años, que debe teñirse el pelo, acostarse en ocasiones con sus propias admiradoras, y sin ocultar los kilos que le sobran. Luego de un encuentro sexual con Cecile él comienza a cortejarla, pero ella se rehúsa a seguir el juego del enamoramiento ofrecido a manos llenas.
Ella vive en un departamento y él en una vieja casona con una cabra montés de mascota. Modernidad y tradición, son los temas de fondo de este film que más que una historia romántica es una apuesta por donde dirigir los sentimientos en este hiper globalizado mundo de la incomunicación humana. Mientras la joven defiende su autonomía y su desvinculación con el amor, el aventajado Gèrard se las arregla para quebrar ese estado de cosas mediante la porfía y los halagos desvencijados.
Se trata de una historia simple, sin mayores pretensiones ni efectismos como en “El placer de estar contigo”, de Claude Sautet. Acá lo sexual sobra y se prolonga en una relación filial que hacia el final muestra su punto más débil. Así también, el director no decae al mostrar la decadencia de los cantantes que sucumben al karaoke y los videoclips pop ultra tecnologizados.
Depardieu en su actuación más convincente, así como la banda sonora que lo acompaña. Podríamos verlo sumido en las drogas o el suicidio. Y quizá todos esperaban eso al ver que la muchacha entra en la casa del cantante, al no recibir respuesta a sus llamados. Era lo más seguro, pero Giannoli no cede a esa tentación decadente y fatal, como la triste historia del “hombre del piano” cantada por Ana Belén.

4/16/2008

Gritos y Susurros

La filosofía del siglo XXI se inclina lentamente hacia la comunicación como materia prima. Mejor aún, la capacidad que tenemos para ponernos en el lugar del otro. Es lo que pregona Levinas y Tischner y que hace años se apropió Ingmar Bergman en su film “Gritos y susurros”.
Aproveché un viaje relámpago a Santiago para conseguir esta película en las inmediaciones del Metro Los Leones. Acá no la encontré ni en las casas de video ni en los clubes de cine arte. Espero que puedan encontrarla luego, en especial, quienes gustan de películas “espesas”.
No por nada Bergman es considerado el filósofo del cine. Dos mujeres llegan junto a sus respectivos maridos a la casona de la hermana moribunda de cáncer, en 1800. La hermana soltera, se hace acompañar sólo de su criada. Los conflictos que subyacen en las relaciones de parentesco no se saben hasta bien adentrada la media hora. El film dura poco más de una hora, lo suficiente para hacer trabajar las neuronas a cien por hora.
Los recuerdos y las imágenes oníricas con ciertas influencias de Freud se van entrelazando en temas de fondo como la creencia en Dios y la incomunicación. Cuando las hermanas enemistadas logran comunicarse, resulta una imagen tierna y violenta a la vez. Su diálogo transcurre en un torrente de caricias ahogadas y de palabras contenidas quizá durante años.
Subyace también el tema de la muerte, la amistad y el feminismo. De la mujer subyugada al hombre y los placeres culpables. Una lo busca con algunas salidas con el médico, mientras que la otra lo sublima cercenándose los genitales a fin de dar cuenta que no está disponible esa noche para su marido. Es la misma imagen que vi en “La pianista”, el film basado en una novela de Elfriede Jelinek.
Un film lento y críptico que llevó a su director a vivir aislado del mundo, en una isla, cerca de un faro. Pero que nos lega la importante labor que tenemos de comunicarnos hacia un norte que puede estar sustentado por la religión, o porque el simple diálogo constituye el átomo esencial que conforma a la verdadera condición humana.