9/30/2005

La vida es juego

Juro que conozco una persona idéntica a la protagonista de Play, el film de la joven directora Alicia Scherson. Claro que en la película lleva de nombre Cristina Liancaleo y la que conozco es Marcela. Cristina vive en Santiago, mi amiga en Viña. Es increíble el parecido tanto físico como en sus rasgos sicológicos.

Cristina es una adolescente de origen mapuche que cuida a un viejo belga postrado en cama, casi vegetal, en un céntrico departamento. Su única diversión son los juegos electrónicos donde ve por primera vez al jardinero que cuida el parque aledaño al hogar donde trabaja y vive. Todo parece desembocar en el renacimiento de una relación sentimental entre ellos, matizada por la discriminación racial, pero el film adopta un giro extraño para la cartelera local, con algo más cercano al refinado cine francés.

Las palabras dejan paso al lenguaje neto de las imágenes, con una protagonista ajena a cuanto acontece en la gran ciudad y, por ello, más propensa a analizar las situaciones con mayor objetividad que los propios santiaguinos. Lleva por costumbre catalogar a las personas según el aroma que expelen. Por ello vive oliendo lo que se atraviesa en su camino, pero son escasas las deducciones que saca de ello, excepción hecha en la conversación que sostiene con el jardinero.

Silenciosa, lleva un aire de ingenuidad y malicia que la hacen acreedora de nuestra Amelie criolla, pero un tanto más existencial. Play o “el juego” comienza cuando una mañana encuentra en el basurero del condominio un maletín con los implementos de un exitoso arquitecto del barrio alto que vive el pesar del rompimiento con su novia (Aline Kuppenheim). Aprovechando la posesión de llaves y un cuaderno con los teléfonos y direcciones, comienza el seguimiento al tortuoso Tristán, el arquitecto, manifestando de este modo las controversias entre la vida profesional exitosa y la sentimental, más cercana a la felicidad voyerista de la contemplativa participación de Cristina en un trío que hace cómplice sólo al espectador.

Hay una ligera crítica a la vida provinciana, en el momento que Cristina, amante incondicional de la vida en Santiago, afirma que en el sur todos acaban oliendo a humo y humedad, significando con ello la miseria. Sin embargo, también se enfrenta con una capital violenta al enfrentarse a la madre que intenta maltratar a su hija o a la sinrazón del amor, basada en el sufrimiento. El mejor de los títulos chilenos de los últimos años y en manos de una novata directora, con formación en Estados Unidos, para inyectar de aires frescos la filmografía altisonante de realidades fatales de nuestro país.

9/15/2005

Por amor a la patria

Una madre y sus dos hijos escapan de la guerra. En el camino encuentran a un joven de 17 años que les ayuda a huir en el bosque hasta llegar a una casa abandonada. El mismo adolescente corta el cable del teléfono y esconde la radio, antes que los demás se dieran cuenta. Están incomunicados del resto de la gente, en un lugar lejos del mundo.
Precisamente ese es el nombre que el director francés André Techiné escogió para su más reciente entrega: Lejos del Mundo, ambientado en 1940 cuando Europa era aplastada bajo las botas de acero de las tropas nazis. En aquella época Francia fue ocupada sin oponer mayor resistencia y, tal vez por ello, los franceses tienen la necesidad de recuperar la memoria para expiar sus culpas y miedos.
Sin embargo, este film no es una apología a los ímpetus de liberación del pueblo galo. Las imágenes de las tropas combatiendo son escasas; es más, sólo aparece un alemán de espaldas, muerto, y con el sonido de los buitres de fondo. Techiné escogió el escenario bélico como pretexto para abordar un film sicológico y de sincera ternura entre una mujer ya madura y el fugitivo de un reformatorio.
El ritmo del film es lento, amparado por la actuación de cuatro personajes: Odile Chambert, la madre, sus dos hijos, y el inesperado compañero de viaje que les ayuda escapar del bombardeo alemán cuando viajaban por la carretera hacia el sur, donde el lado francés de Vichy les reportaba mayor seguridad.
En los créditos finales aparece el nombre de la escritora feminista Monique Wittig, a cuyo nombre está dedicada la película. Es por ello que la figura de la madre recobra real importancia, más aún en la encarnación de la actriz Emmanuelle Beart quien se transfigura en un ser desorientado y con ligeros atisbos obsesivos al convertir el aseo de la enorme casona que ocupan, en su único referente. Es su hijo Phillippe el sostén moral que la guía con determinación.
Iván es un ser enigmático y analfabeto, quien se mueve con seguridad en medio de las extremas condiciones de sobrevivencia. Escala paredes y caza animales con la misma osadía que hubiera usado para acriminarse con un hacha, al ver amenazado el equilibrio familiar que él mismo había ayudado a crear. En él no hay atisbos de romance que hagan presagiar el futuro, tomando en cuenta su falta de roce para comunicarse.
Y el amor llega de forma espontánea, incontenible y sin prejuicios. En medio de la herrumbe, una flor nació. Pero, tal como en Adiós a los Niños, al abrirse las puertas de ese pequeño y ancho mundo, la justicia dejaría en sus almas el violeta de un golpe certero. Las últimas imágenes son una metáfora y una llamarada para levantarse y reconstruir todo.

9/07/2005

Felicidad en pañales

En una ocasión en que la actual reina de Inglaterra decidiera recorrer, desde la ventanilla de su protegido automóvil, las calles de Londres, afirmó que la llamaba la atención el escaso interés que despertaba en los británicos la presencia femenina haciendo clara alusión a un extendido gusto sexual entre personas del mismo género.
Hoy son otros gallos los que cantan, con tres países en el mundo que cuentan con leyes que entregan el mismo estatus matrimonial a parejas de sexos diferentes o iguales. Pero esta tendencia hace una década no era así. Recuerdo las ácidas palabras de Enrique Lafourcade para el libro Ángeles Negros, de Juan Pablo Sutherland, donde, según el crítico, abundaban lupanares del bajo mundo con paredes corroídas por el orín. El cine de antes que abordaba esta temática fijaba sus puntos de vista en aspectos oscuros del ámbito gay con Happy Together o Susurros en tus Oídos, tan sórdidos en contenido como de logrado efecto estético.
Sin embargo, en los últimos años el cine británico ha volcado en su celuloide estos mismos temas, pero de suavizado tratamiento respondiendo, quizás, a una corriente de mayor apertura y respeto por las minorías sexuales. Partiendo por Dulce Amistad, dirigida por Hettie Mac Donald en 1996, y, dos años después, con Tiempo de Ser Feliz, de Simon Shore.
Shore basa su historia en la vida tranquila de un adolescente homosexual de Londres y la aceptación de su condición de un compañero de colegio con quien inicia una relación sentimental matizada por una buena dosis de dramatismo y fatalidad. Los lugares comunes de discotecas, la relación dificultosa con los padres y el apoyo de una incondicional amiga parecen ser los ingredientes necesarios para asegurar no sólo una audiencia atenta a dejarse embalsamar por versiones trucadas de Romeo y Julieta, sino también para blanquear como una desabrida clase de educación sexual, los comienzos etéreos del amor erótico entre dos jóvenes.
El liceo y los hogares son los espacios donde transcurren la mayor parte de las acciones, para demostrar con algo de acierto los tropiezos de la comunicación entre padres e hijos: dos generaciones separadas por las tecnologías y los cambios en las costumbres que de ellos se desprenden. Así como la sublimación de los sentimientos y la tolerancia por la preservación de símbolos sociales de poder y éxito.Un film apropiado para acallar el escándalo de una dueña de casa, tras la confesión de su hijo; nostalgia para los que sientan que en materias del corazón está todo dicho, o una mueca de leve ironía para quienes crean que son temas para la curiosidad de los ajenos bajo la carpa multicolor de un circo.

De amores y espadas

“No debiste haber regresado” es una frase que se repite dos veces a lo largo del film “La casa de las dagas voladoras”, donde aparecen dos personajes que, en la medida que van destejiendo una intriga de orden política, van entrelazando sus sentimientos en una tragedia bastante latina.
Comparada con Héroe, ambas del director Zhang Yimou, Las Dagas nos llega con una dosis bastante menor tanto en el barroco colorido como en las acrobacias aéreas. Y tal vez por ello quedarán para la posteridad pasajes de particular belleza como es la batalla en el bosque de bambúes y la danza de los tambores en el Pabellón Peonisa.
La naturaleza es una constante que surte el efecto de complemento, en base a la expresión de las tonalidades, para reflejar el temperamento de las acciones de los personajes. Una flora amarilla para las escenas románticas y un blanco neutral cuando llega la muerte como una daga fría.
La trama es en extremo sencilla y no por ello menos compleja: la guardia imperial china del 850 antes de Cristo está empeñada en acabar con un movimiento insurgente llamado La Casa de las Dagas Voladoras, cuya misión es derrocar el gobierno corrupto a favor de los más desposeídos. Existe en el condado de Teng Tian la certeza que una guerrillera se esconde en un prostíbulo, razón por la cual encomiendan al más donjuanezco de los militares para que la encuentre y obligue desenmascarar a la organización.
Mei es apresada y luego rescatada por su mismo captor, con la excusa de ser sólo un infiltrado en el bando imperial. Pero él sigue obedeciendo las órdenes de sus superiores castrenses; sin embargo, luego se dará cuenta que ha sido víctima de una confabulación de los rebeldes que obedecen las directrices de la enigmática líder llamada Nía.
En la huida está latente el enamoramiento entre ex raptor y ex prisionera, pero tal como señalan los teóricos del Síndrome de Estocolmo, eso debía converger en una alianza más profunda que la simple convicción patriótica. El amor, tal como en “El Nombre de la Rosa” de Jean Jacques Annoud, llega a una encrucijada donde la renuncia es inminente en favor del conocimiento, pero que, fiel a la tradición oriental, Yimou logra que el honor se trasforme en esa otra gran pasión que pueda doblegar al amor.
Las actuaciones son impecables. Ziyi Zhang, con una belleza traslúcida, personaliza a una Mei autoritaria y vulnerable, mientras que Takeshi Kaneshiro (Jin) realiza una transformación de su personalidad de irónico gozador de la vida a un romántico y sufriente perdedor.Yimou apuesta por una equilibrada realización, atractiva en su puesta en escena, con una trama envolvente y sobrecargado dramatismo. Imperdible de ver para quienes sienten que las batallas y el amor son la misma cosa.