7/26/2006

Un ánime poético

Si hay algo que rescatar en la genialidad de Hayao Miyazaki, es su capacidad creadora para cautivar a grandes y niños por igual. Mientras me zambullía en esa fuente de ideas sin fin que es “El viaje de Chihiro”, mi sobrino se quedaba prendido de los personajes fantásticos. Acá la forma y el fondo alcanzaban el mismo nivel.
Chihiro es una niña consentida y está de mal humor debido al cambio de casa. Va con sus padres en auto y en el trayecto se topan con un túnel que los conducirá a un hotel destinado a atender a ocho millones de dioses orientales, y que es morada y negocio de la bruja malvada Yubaba. Los padres de Chihiro son convertidos en cerdos al comerse el banquete reservado para los huéspedes. Es entonces cuando la niña comienza su peregrinaje a fin de romper el encantamiento.
La aventura japonesa retoma la idea del camino solitario que debe emprender el mundo infantil para autorealizarse, un postulado que ya existía en las obras de Akira Kurosawa. Chihiro tiene que acatar las órdenes de la bruja y conseguir un trabajo que la mantenga con vida antes de terminar como carne para embutidos.
En esta misión cuenta con la ayuda del maestro Yaku, un joven un poco mayor que ella quien le enseña el valor de mantener la identidad a como de lugar. “Qué nombre tan bonito, cuídalo bien” repite la bruja Zeniba, la hermana gemela de Yubaba y antípoda representativa del bien. Zeniba es para mi gusto uno de los seres más entrañables ya que habita en una morada que expele un aroma a taza de chocolate y café pero que mantiene el legado fiel de servir útilmente por medio del aprendizaje de un oficio.
Los hay también seres mitológicos como el dragón, bebés gigantescos sacados de la idea basal de “Gargantúa y Pantagruel” (Miyazaki es amante de la literatura infantil europea), Kamashi el trabajólico anciano de seis brazos o Zingara, simil del fantasma de la ópera y traga traga. Cuesta entender que en todos ellos no exista un extrapolamiento claro entre el bien y el mal. Yaku es el aprendiz de Yubaba, pero a la vez no trepida en advertir a Chihiro de los peligros que la acechan.
El director recrea un lugar donde los ríos adquieren forma humana, en una cinta que es poesía pura. Y por estar redactado en forma poética, serán varios los que no entenderán y deberán verla de nuevo. Para quienes comprendieron, logarán nuevas lecturas al verla otra vez y de esta manera prendarse en un pasaje que sirva de entrada hacia una estación del pasado.

7/19/2006

Los Rojos de la Fama

En Chile los artistas son mal vistos. Catalogados de comunistas. Cientos de talentosos hundidos por la envidia de los menos aptos pero, sobretodo, ochentenos reconocidos antes de enviarnos un último suspiro. “Rojo, la película”, cumple poco y nada con algunos de los requisitos para ser artista en Chile.
De comunistas sólo aparece en el parlamento de Consuelo Holzapfel, quien interpreta una empingorotada madre que increpa duramente a su hija al verla aparecer en televisión, luego de ser elegida para formar parte del clan de Rojo. En el fondo, nada más lejano a los viejos ideales de Marx en este grupo de jóvenes elevados a la categoría de gurúes por el mero gusto de triunfar por la puerta ancha del éxito cortoplacista.
Con un comienzo que prometía más, todo empieza con la llegada a la capital de un joven cantante de Puerto Montt que bien nos retrotrae al musical “La Pérgola de las Flores” de 1965. María José Quintanilla hace lo suyo en homenaje a una sempiterna Carmela al pasearse entre zapallos y verduras, mientras los feriantes la estimulan a seguir concursando. La misma Montserrat Bustamante parece reencarnar a Ana González al destacarse no sólo por su innegable talento vocal, sino que también histriónico.
En esta rara mezcla de “La Pérgola” y “Fiebre de Amor”, se entremezclan demasiadas historias, cada una con un matiz distinto y sin llegar a buen puerto ninguna de ellas. A lo más sirven para clarificar la pugna existente entre adultos y jóvenes como dos bandos irreconciliables. Los unos, queriendo llegar a toda costa a un punto donde otros, los más viejos, llegaron con una amarga visión por la vida. Acá el éxito se muerde los talones sin dejar entrever algo que es innegable en una competencia donde el fervor juvenil se deja notar con más claridad: la envidia.
En un país acostumbrado a vanagloriar a sus artistas cuando están a punto de transformarse en reliquias de museo, se valora este aporte hecho con energía. Hay que destacar el trabajo arduo de las coreografías, y que es el resultado del esfuerzo demostrado en cada emisión de Rojo. Lo mismo con la interpretación de las canciones, aunque algunos de los temas sobren en algunas escenas y falten en otras.
Es de esperar que este país se llene de artistas y que por fin la industria de las artes audiovisuales consolide y conciba una buena oferta de películas cada año. El film dirigido por Nicolás Vicuña es un buen intento que sólo los chilenos alelados por la farándula entenderemos.

7/17/2006

Más que un milagro

“Soy católico, pero a mi manera; es decir, creo en Dios pero no comulgo con los dictámenes de la Iglesia”. Estas palabras, como un viejo sermón, están llegando a su fin. Pareciera que en nuestra debilidad, necesitamos algo de qué sujetarnos para reorientar estas pobres existencias imbuidas en una relatividad que escalda los huesos.
No es que “El Código da Vinci” venga a hundir nuestra condición de religiosos devotos. Nada más lejos de ello, si consideramos que cada año son menos quienes optan por la vida sacerdotal y matrimonial ante los altares. Insertos en el sinsentido de la modernidad, nos hemos levantado con un golpe en la mesa pidiendo explicaciones a nuestro Padre sintiéndonos más hijos de una sociedad que se conduele de orfanato en su sistema de valores. ¿En qué creemos?
La realización de Ron Howard no puede ser cuestionada desde el seno mismo de la cristiandad, ya que es imposible cuestionar la fe. Quizás desde el punto de vista histórico, pero parece inverosímil que un personaje tan determinante en la historia universal, como Jesús, no tuviera detractores. Ni siquiera se puede apelar al olvido. Nikos Kazantzakis, el gran escritor griego, ya había hipotetizado en 1951 con “La última tentación de Cristo” acerca de la vida marital del hijo de Dios.
El film que movió en el corto tiempo 40 millones de personas a asistir al cine, estuvo precedida de una fuerte campaña publicitaria avalada por la nebulosa de donde partía la fantasía y terminaba la realidad. Allí aparecía el Opus Dei como una secta mediática de la Iglesia Católica para ocultar una verdad que amenazaba con derrumbar los cimientos del cristianismo. No obstante ello, los templarios, pasando por Leonardo Da Vinci, fueron los receptores de las pruebas irrefutables que Cristo había tenido una hija con María Magdalena y cuya descendencia se mantendría hasta hoy.
Howard se encarga de tejer un film donde la intriga policial es el acordeón de fondo que a veces defrauda y otras divierte. Con un tratamiento más poético -no hay otra forma de tratar un tema que lleva más de dos mil años enquistado en nuestras almas- el film hubiera alcanzado a llenar esa cuota de necesidad de una sociedad sedienta de iluminismos.
Con personajes donde la flagelación de la carne parece ser el tónico de toda divinidad ultraterrena, la mayor parte demuestra escasa simpatía, incluso, por ellos mismos. ¿Qué queda?: el eco banal del ronceo de un automóvil en reversa perdiéndose entre las hendiduras de las montañas y un final que es verdaderamente un pecado para la cinematografía de mediano nivel.

7/05/2006

Ángel o demonio

Empleadas domésticas hay para todos los gustos. Asesinas vengativas como en “La mano que mece la cuna” o guardianas diabólicas como en “La profecía”, sin enumerar la participación en casos de maltrato infantil que denuncia la televisión hace años. Aunque hay una que se escapa a toda norma moral o legal.
Es Vera Rose Drake, una señora de manos brillantes, gastadas por el cloro, que se dedica a realizar labores de aseo en un Londres que aún no se repone de los coletazos que dejó la Segunda Guerra Mundial en 1950. Manos hechas para servir con una sonrisa en el rostro. Manos ágiles en su desempeño laboral y suaves en el tacto cuando cae la noche y es hora de compartir los avatares del día con su marido y sus dos hijos.
La bondad de Vera es a toda prueba, llegando incluso a invitar a tomar onces a un desconocido sólo porque sabía que pasaba el día con menos de lo mínimo para subsistir. Sin embargo, y sin explicitar los motivos porque no es necesario recalcar el punto en este aspecto, Vera ayuda a las jovencitas de la ciudad a abortar de manera espontánea sólo por el ánimo de serles útil.
Es un acto que realiza hace veinte años, sin cobrar un céntimo. Su amiga, Lillian Clarke, sirve de nexo entre las muchachas embarazadas y la abortera. Pamela Mary Barnes estuvo a punto de perder la vida en manos de Vera y fue la causa por la cual la “justicia” se deja caer con todo en su hogar, justo en el momento en que celebraba con amigos y familiares el compromiso matrimonial de su hija Ethel.
Mike Leigh logra en esta producción titulada “Vera Drake” que el asombro reflejado en primer plano en el rostro de la protagonista divida la trama en dos. La primera, está destinada a hacer que el espectador empatice con una mujer que a ratos se asemeja a la hermana Bernarda, la monja cocinera de la televisión por cable. La segunda, en tanto, está encargada de ponernos en una encrucijada donde los límites de lo que es justo o no se pierden. Leigh saca al tapete el aborto limitándose magistralmente a exponer sólo los hechos, sin dogmatismos, aprovechando la ingenuidad y el altruismo de una criminal o víctima.
Cómo no sentirse identificados con el perdón del hijo que en un comienzo reniega de su madre y la culpa. ¿Es posible creer que esta mujer ignoraba los límites de sus blancas intenciones hasta caer en las redes de lo prohibido? Pero casi al final alguien se tropieza con ella, cuando subía las escaleras de la cárcel, y le dice algo como “cuidado, Vera, con el camino por donde vas”.