11/29/2005

Horror cercano y verdadero

Apenas comienza diciembre y algunos hogares ya asoman entre las cortinas de sus ventanas los luminosos pinos navideños. Junto a ellos, no faltará la crítica de sobremesa de los por qué de esa tradición cuando en su lugar debiera asentarse un cactus con diversos frutos colgando de sus púas. Se acerca un festejo despojado de todo sentido, si hasta la paz y el amor escasean en una noche que todos catalogan de buena.
Perdónenme los que sienten la Navidad con lechosa dulzura. En medio de este grito por recobrar algo de espiritualidad en esta maratón mercadista aparece el film “El exorcismo de Emily Rose”, dirigida por Scott Derrickson (estudioso de las ciencias ocultas), con esa misma pesadez que deja la falta de sustancia en los propósitos.
La trama parte con el juicio en contra del Padre Moore, acusado de negligencia en la muerte de una joven universitaria por incentivarla a dejar los medicamentos para controlar una serie de supuestos trastornos siquiátricos, ya que éstos entorpecían los efectos de un exorcismo. Entonces aparecen abogados y testigos como sacados de un viejo molde del cine setentero.
La abogada Erin Brunner acepta la defensa del sacerdote, con el objetivo de escalar puestos en la empresa donde trabaja. Sin embargo, con el correr de la investigación no se especifica en qué grado cambia la biografía de esta solitaria mujer de roce frío con sus semejantes.
La obra de Derrickson adolece de anoréxica originalidad, ya que no alcanza la mística y la impotencia que trasciende Jane Fonda en “Agnes de Dios” o el nivel de terror en varias de las escenas que encarna Linda Blair en “El Exorcista”. En Emily Rose, la abogada jamás logra que el caso la supere. Su excesivo control y celo profesional (los alegatos en tribunales suelen ser demasiado largos), se deba quizás a que el director no quiso comprometerse moralmente en el caso real de la alemana Anneliese Michel.
Sin temor ni mera curiosidad, ya que desde un comienzo se establece en forma clara las causas de la muerte de la universitaria, el argumento científico que intentan otorgar al exorcismo desde el punto de vista antropológico se diluye. Así como la carta dejada por la posesa casi al final donde relata un encuentro celestial.
Un trabajo que no entusiasma, debido a esa misma carencia de alma que empieza a palparse en estas fechas donde los nervios por lograr el regalo más caro, el árbol sintético más frondoso, la gula y el egoísmo sí son capaces de erizar los pelos a cualquier mortal que enfrente tamaño engendro disfrazado de guirnaldas y cascabeles.

11/17/2005

País Inventado

Daniel, un profesional alemán que está en Iquique para estudiar nuestros moluscos, me decía que en su país la mayor preocupación del gobierno era el creciente número de cesantes producto, en parte, de la absorción de los trabajadores que venían de la RDA, luego de la unión de 1989 con la caída del Muro de Berlín.
“No es cierto eso del peligro de una Alemania fuerte”, respondía poniéndose algo molesto comparando la Alemania hitleriana con nuestro reciente pasado dictatorial. Para calmar los ánimos pedí que me mostrara fotos en donde aparece junto a su hermana y su madre. Una ejemplar ligazón teutona, me dije, que bien podría ser la copia fiel de Alex, el protagonista de “Good Bye Lenin”, film dirigido por Wolfgang Becker.
En momentos en que todos hablan de corregir el sistema, el film se inmiscuye en esta controversia con una mirada retrospectiva de lo que fue el acto más simbólico de la caída del comunismo. Sin recaer en la retórica política, el film se centra en una historia filial del hijo con la madre, tal como acontece con la película de Denys Arcand “Invasiones Bárbaras”.
La madre de Alex, una socialista a ultranza que vive en la RDA, sufre un desmayo al ver que su hijo es apresado en una manifestación callejera. Ella entra en un estado de coma que dura ocho meses, tiempo en el cual la Alemania vuelve a ser una. Para no alterar los ánimos que puedan ocasionar problemas en su salud, Alex intenta por todos los medios de ocultar la verdad buscando en los tarros de basura los frascos vacíos de los productos fuera de circulación.
El amor familiar se conjuga con lo erótico, cuando se percata de las nuevas tendencias de la moda que hacen descubrir las piernas de las enfermeras. Es así como se enamora de una inmigrante rusa, quien lo acompaña en una y otra ocurrencia como las grabaciones del noticiero hechas por él mismo con datos trucados.
¿Cuánto duele la verdad? ¿Es preferible vivir en el nimbo de la fantasía?, éstas son preguntas respondidas en “Ojos Bien Cerrados”, del director chileno afincado en España, Alejandro Amenábar. En “Good Bye Lenin” no importa la verdad, ya que nadie es capaz de contestarlas en estos momentos, al no existir una alternativa de modelo que lo sustente. Alejándose de la arenga política a regañadientes, en la cinta sólo aparece un viejo vecino reclamando por las condiciones defectuosas que lo dejó el nuevo sistema provisional.
Es el fin de una historia que planea junto al busto de Lenin desde un helicóptero y el nacimiento del afecto real hacia la mujer y el reencuentro con el padre ausente, consumista por excelencia, con un real sentimiento de conmiseración.

11/11/2005

Mister Adrenalina

Debo reconocer que el tema del boxeo en el cine no me gusta. Sobretodo cuando el desenlace se perfila hacia un final feliz esperado. Pero James Braddock trajo algo más que un mero espectáculo de circo romano allá por la década del 30 del siglo pasado, cuando la recesión económica que dejó la Primera Guerra Mundial remeció las bases sociales de Estados Unidos.
Ron Howard eligió adaptar a la pantalla grande no sólo la vida de un boxeador descendiente de italianos, sino también el drama de un personaje anclado en la miseria absoluta que no ceja en vaciar un plato de lentejas con los dedos, minutos antes una determinante pelea. Así es “El Luchador”, que en original lleva por nombre “Cinderella Man” como un ceniciento que lega un mensaje personal y social.
Un complejo desarrollo personal, porque Braddock no descansa tras superar sus necesidades más básicas de abrigo y alimentación sino que, motivado por el espíritu de superación, sigue la estrella de un deporte que fue su real pasión, que se desprende de él luego de una serie de eventos de mala suerte que culminan con la fractura de su mano izquierda, y que retoma con éxito después de cuatro años de penurias.
En los comienzos del siglo veinte, Estados Unidos se hundía en una crisis con 15 millones de desempleados. El Braddock de Howard no sólo hace gala de un temple moral que obliga a su hijo a devolver el robo de un salchichón, sino que también restituye hasta el último peso de lo que pedía en el seguro social y, además, arenga al magnate de la empresa del boxeo yanqui argumentando que si la pobreza fuera lucrativa, en los barriales pobres de la Villa Hoover, con seguridad aquel adinerado administrador habría cambiado de rubro.
Braddock fue un hombre que se cansó de rezar. Que se enfrentó contra los dobles intereses del pugilismo por medio de breves recuerdos, utilizados en raccontos certeros, de su familia subyugada por el frío y las enfermedades como la fuente que emergía de sus guantes para enfrentar a adversarios mejor alimentados y entrenados. Hasta para los menos adherentes al box comulgaban con un público que esperaba el triunfo a favor de Braddock, ejemplo de patriotismo norteamericano en estado puro, desempolvado de una época donde la radio reinaba sin contrapesos.
Russel Crowe y Reneé Zellweger confirman la fama del que han hecho gala los premios que han recibido, en un tema que ha sido explotado hasta la saciedad por la industria de Hollywood, pero que vale la pena ver y deleitarse con esa adrenalina que aflora cuando el derecho a una vida digna está a un paso de sucumbir.

11/03/2005

Como agua entre los dedos

Edificios húmedos, calles atestadas de indigentes y vecinos que harían palidecer a cualquiera conforman la gama de personajes y ambientes que el director brasileño Walter Salles imprimiera en el celuloide con el título de “Agua turbia”.
Qué deprimente ha devenido esta Nueva York en donde Gene Kelly se regocijaba bajo la lluvia cantando y bailando “Singing in the rain” en 1952. Sin embargo, tampoco es un film realista, pues la industria se encargó durante meses de promocionarla como “la obra” que haría erizar los pelos de puro miedo.
Madre e hija se embarcan en la tarea de encontrar cuanto antes un departamento y un trabajo que les permita vivir juntas, después que el matrimonio decidiera en forma consensuada poner fin a su relación. Es así como ambas van a dar a un oscuro lugar con vista hacia una selva de edificios maltrechos, nido preferido de inmigrantes y drogadictos. Al menos esa fue la tónica impuesta por el cine hasta que esta mujer (Jennifer Connelly) decidiera mudarse hacia el rostro feo de la gran ciudad.
El tiempo utilizado para adentrarnos en la crisis que vive la protagonista, daba por sentado que todo acabaría en el desamparo y las dificultades que encuentran las mujeres con ansias de libertad en la nación del norte. Pero he aquí que aparece una mancha en el techo, signos latentes que los vecinos del piso superior tienen problemas con los ductos de agua. A esto se suman ruidos molestos, en un lugar deshabitado durante meses.
La niña tiene una nueva amiga imaginaria. La madre, en tanto, no cesa de tener pesadillas con su madre en un conflicto que nunca llegó a ser aprovechado del todo y que se transforma en un recurso fuera de contexto. Como era de esperar, el final se despeña en el sinsentido que deja la falta de hilaridad.
La actuación de Connelly, de sostenido avance, no despega en este proyecto, suerte de trama sicológica que pasa a un suspenso semiterrorífico y que termina en un extraño embrollo sentimental que nos deja en los intersticios aturdidores de una cachetada.
Hay algo en común con “La habitación del pánico”, protagonizada por Jodie Foster. Ambas son mujeres de reciente separación, con una hija que padece de algún problema físico o mental, que atraviesan la etapa de acostumbramiento a una nueva forma de vivir, en un nuevo y amenazante hogar y que acaban por confirmar el quiebre del valor familiar hacia algo que al terror y al suspense gringo se les escapa como agua turbia entre los dedos.