7/29/2005

Abstenerse Diabéticos

No recuerdo bien el nombre de la película, pero trataba de un niño poco dado a los estudios que pasaba al mundo de la animación para vivir un sinfín de aventuras entre dos bandos irreconciliables: el reino de las letras y las matemáticas. Como todo buen cuento, perdura en la memoria, cosa que no ocurrirá con “Charlie y la fábrica de chocolates” de Tim Burton.
Charlie es un niño que vive en un pueblo cuyo oficio gira en torno a una fábrica de chocolates, propiedad de Willy Wonca quien, al pasar de los años, se transformará en un personaje casi mitológico al cerrar la empresa debido al robo continuo de sus recetas. Quince años después de este hecho, vuelve a abrir sus puertas.
Wonca (Johnny Deep) organiza un concurso mundial para que cinco niños conozcan la fábrica acompañados por un adulto de su elección. Entrarán sólo quienes encuentren un boleto dorado escondido en cinco barras de los famosos chocolates. Uno de los ganadores es Charlie quien vive en un hogar pobre, con sus padres y cuatro abuelos que aparecen durmiendo todos en una cama. Charlie acudirá junto a uno de sus abuelos, quien fuera un antiguo empleado de la fábrica. Por ello nadie explica la eterna juventud que rodea la figura de Wonca, un ser que por sus sicóticos modales se asemeja a un Michael Jackson de los caramelos.
Curioso film de Burton, acostumbrado a introducirnos en ambientes góticos y oscuros. Acá aparece un despliegue escénico de sesentero colorido y con un paseo tal cual nuestro mecanizado Tren Fantasma de septiembre. En cada estación aparece un grupo de enanos de la región de los Oompa Loompa, obreros de la fábrica y cantantes por naturaleza aunque el doblaje chillón impide apreciar lo que realmente dicen.
Los cantos aparecen cuando van eliminando a los participantes: cuatro niños que representan todos los males infantiles de la vida moderna. Uno es un obeso alemán, otra una niña rica consentida de sus padres, otra pequeña para quien la vida se basa en ganar cada desafío y otro adicto a los juegos de la computación, todo un genio de la pedantería. Al quedar sólo Charlie se da por enterado que es el ganador, pero ¿el ganador de qué?, si al final de cuentas nada hizo. Silencioso mensaje de conformismo.Lo más explícito está en el valor familiar presente en Charlie y que logra cambiar la vida solitaria de un Willy Wonca sumido en sus experiencias traumáticas infantiles, desde que su padre dentista le prohibiera comer dulces. Tal parece que el cuento de Roald Dahl, en el que se basó Burton, logra su moraleja con mayor acierto que esta olvidable y almibarada realización.

7/22/2005

Roma, la decadente

El Día de la Madre y el Día del Niño tienen un punto en común en el film Roma, del realizador argentino Adolfo Aristarain.
La trama comienza en España con Joaquín Góñez, un escritor consagrado que, para transcribir sus memorias, contrata los servicios de un joven estudiante de periodismo. Góñez es un hombre hastiado de cuanto le rodea y que, en pleno trabajo de repasar las distintas etapas de su vida en Buenos Aires, va resquebrajando esa coraza invulnerable y pesimista que lo caracteriza.
¿Lo rescatable del film?: las excelentes locaciones que hace el director al pasar de la década del 49 al 50 y luego al 60; las actuaciones de José Sacristán, el viejo escritor, y de Susú Pecoraro, quien hace de Roma, la madre del protagonista, y que en 1984 participara en Camila, postulante al Oscar a la mejor película extranjera.
Sin embargo, y a pesar de haberse llamado Roma en honor a la abnegación materna, el film se centra en la vida cronológica de un niño huérfano de padre y que luego se ve enfrentado a una juventud disipada de los años 60 al más puro estilo Busco Mi Destino. Si no fuera porque madre e hijo padecían de constantes apremios económicos, lo más seguro es que el joven hubiera aparecido hundido en alguna de esas emblemáticas motocicletas. Pero a falta de motos, algunos atisbos del parlamento sorprenden al escucharlo hablar sin tapujos de orgasmos y otros menesteres con su mamá.
Cuesta encontrar el hilo conductor desde un principio. Carente de conflictos, las dos horas y media que dura la película están determinadas por un buen comienzo que se diluye en una biografía que avanza a tropiezos sin involucrar al protagonista con la política, ni con el amor ni mucho menos con la muerte de Roma. Los discursos se exceden cayendo a ratos en una atmósfera de bares y libros de un Buenos Aires bastante manido.
Aristarain quiso purgar sus propios pecados con demasiada autocomplacencia. Tal vez el humor hubiera surtido el efecto milagroso para tratar una temática que bien ha funcionado en varias obras de Woody Allen. Pareciera que, presintiendo los aleteos próximos de la muerte, el director creara una retrospectiva hecha a la rápida; un diario de vida predecible, sin añadir en el relato algún hecho que escapara a la burda realidad como sí lo hizo García Márquez en sus memorias Vivir para Contarla.Ahora por qué le pusieron Roma, la madre que en uno de los pasajes dice “ninguna de las vidas que uno vive tiene mucho sentido”, tal vez ahí esté la base del desarrollo argumental. Carentes de sentido, nos quedamos con imágenes débilmente tratadas y un joven cándido e ingenuo que no evoluciona hasta llegar al arisco escritor del presente.

7/18/2005

La voz del pueblo

Entre risas y resignados comentarios las personas salieron del cine una tarde de sábado después de ver La Guerra de los Mundos, la reciente entrega del director Steven Spielberg. Mientras bajaba las escalinatas recordé a José Luis Rodríguez en el Festival de Viña del Mar de 1988 y su célebre frase “A veces hay que escuchar la voz del pueblo”.
En verdad, fue casi imposible retrotraerse a un director afamado por articular con sofisticados métodos de producción, obras en donde la temática extraterrestre es ya una impronta de taquilla insuperable (Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, ET). Lo mismo ocurre con Tom Cruise, inverosímil en su papel de padre indiferente, aunque la cronología de sus interpretaciones denota escasas variaciones interpretativas.
Los primeros minutos nos interiorizan de un padre divorciado que trabaja como estibador en un puerto de New Jersey que recibe a sus hijos Robbie y Rachel, adolescente rebelde el primero y niña exigente, la segunda, quien no para de gritar. Pero su histeria tiene una razón: seres de otro planeta han bajado a la tierra para enseñorearse de todo y cultivar, con sangre humana, unas plantas parecidas a los corales de nuestro azulado planeta.
La idea de seres inteligentes hostiles a la raza humana viene del escritor inglés Herbert George Wells, quien publicó en 1898 una novela del mismo nombre que la película. Wells inspiró a Orson Wells a difundir por la cadena radial CBS el 30 de octubre de 1938 un programa que causó real pavor en una New Jersey sensible al advenimiento de una guerra mundial. Hay algunos que, escarbando en el original, encuentran una crítica severa a la hegemonía que ostentaba el imperio inglés en esa época, mientras que con la cinta de Spielberg hallan los mismos motivos temerosos del futuro bélico que imponen los grupos extremistas islámicos.
Motivos más o menos, pasados los primeros veinte minutos y descontando de plano la ingerencia del gobierno o la policía, el film se centra en entretener mediante un impecable despliegue computacional logrando con el surgimiento del primer trípode una de las escenas mejor logradas. Claro que en la lógica irreal del cine de espectáculo debe haber algo de credibilidad; por ello resultan imperdonables situaciones como la falta de cadáveres al encontrar los pedazos de un avión o la inexplicable salvación al caer de un ferry. La carrera por huir se ve interrumpida por un corto e intenso pasaje de suspense cuando padre e hija llegan al sótano de Ogilvy (Tim Robbins).El final, y escuchen con atención a quienes salen del cine, tropieza por un romanticismo casi fuera de contexto. Pese a sus errores, Esteve de Jarnatt logra estampar el pánico ante la caída de una bomba atómica con mayor solidez en Miracle Mile, de 1987.

7/11/2005

Las trillizas del canto

No hay comparación con las caricaturas a trazo grueso de los japoneses o los norteamericanos. Las Trillizas de Belleville, del realizador francés Sylvian Chomet, aparecen a un tiempo donde los dibujos digitales imponen en forma definitiva el fin de una era de la animación. Si bien, el film franco belga canadiense utiliza la computación en sus movimientos tridimensionales, la mayor parte de sus pasajes nos retrotraen a la calidez que ofrece una viñeta artesanal.
En cada recuadro se aprecian una serie de detalles interesantes en sí mismos que apuntan a la industria Disney para decir que el dibujo animado no ha muerto. Más aún cuando las figuras cobran vida y movimiento en una trama envolvente, inteligente y de humor incisivo.
Champion es un niño abúlico que vive junto a Madame Souza, su abuela, en una campiña francesa a mediados de los años 30. Souza descubre que lo único que llama la atención del pequeño es una bicicleta, razón por la cual transcurren los años para ver a un adolescente entrenándose para el Gran Tour de París, la competencia ciclística más importante del país galo. Quien actúa de entrenadora es la propia abuela quien, en plena competencia, se percata que su nieto ha sido secuestrado por una mafia y decide seguir los pasos para rescatarlo.
Deambula en las calles de una Norteamérica poblada de obesos bonachones. Las únicas que no padecen del mentado sobrepeso son unas trillizas ancianas que en otrora brillaran en los escenarios del espectáculo jazzístico mundial. Viven en un departamento de cuarta categoría y se alimentan de ranas que capturan a las orillas de un río, mientras aún subsisten de algunas actuaciones con la percusión de electrodomésticos como los Stomp.
La música es lo que une a las trillizas y a Madame Souza quienes se alían en la causa por liberar a Champion y llevar la trama por el laberinto casi perdido de los “film noir”. Los diálogos hablados casi no existen, de esta forma la música se transforma en el vehículo de comunicación por excelencia. Los estereotipos que cada personaje representan están debidamente tratados: los ciclistas son vistos como caballos, uno de los mafiosos más parece un roedor y Bruno, el sabueso, adquiere a ratos apariencia de humano.Un interesante cortometraje que pasó directo a la videoteca y una bella obra que ensalza antiguas figuras del cine y del canto como Fred Astaire. El final, incluso, está dedicado al realizador Jacques Tati. Con atisbos de crítica a la condición precaria en que subsiste la vejez, son estas cuatro senescentes las que demuestran con divertimento que la solidaridad y una simple canción son capaces de acortar las distancias entre dos continentes.

7/01/2005

Desde las sombras

No sabía hasta qué punto la generación de los 70 estaba determinada por los seriales norteamericanas hasta que apareció en la cartelera nacional Batman Begins. Mis abuelos que crecieron leyendo la historieta creada por Joe Kane echarán de menos algo más de humor, mientras que mis contemporáneos extrañarán los puñetazos y volteretas que Adam West se encargó de difundir en toda una generación a partir de 1966.
Hasta la fecha han sido varias las realizaciones, directores y actores que dieron vida a este legendario héroe gótico y solitario que recién ahora devela la fuente de sus frustraciones. Si bien la película posee una estructura y una hilaridad que es la mejor de sus predecesoras, corre el riesgo de volverse tópico común comparada con las últimas entregas hollywoodenses del comic al utilizar el mismo matiz existencialista de Hulk, Gatúbela o El Hombre Araña.
Christian Bale (es el niño que aparece en El Imperio del Sol) es un adinerado empresario de Gotham que decide internarse en los fríos paisajes del Tibet para superar el trauma infantil que sufrió al caer a un foso lleno de murciélagos y, luego, al presenciar el asesinato a mansalva de sus padres en las afueras de una presentación teatral.
En las montañas recibe las instrucciones de los ninjas de la Liga de las Sombras, una secta extremista que busca la salvedad del hombre por medio de la venganza. Bruce Wayne emprende la larga tarea de superar sus temores y, de forma misteriosa, mantener intactas sus creencias en la justicia, cuestión que en el futuro lo llevarán a enfrentarse con sus mentores.
Después de siete años de ausencia, vuelve para retomar las riendas de su negocio así como luchar por la integridad de su amada (Katie Holmes) y de toda la población. Para lograr estos fines emplea destrezas naturales como la fuerza física y el camuflaje. La baticueva es una común caverna bajo la mansión en la que vive, así como el batimóvil parece más un tanque de última generación que el estilizado automóvil mostrado en las últimas realizaciones.
La primera hora retrata a Wayne con toda su fragilidad. Sólo a contar de la mitad de la película aparece el héroe como tal adquiriendo el ritmo común que aportan los malabares de circo, pero sustentada por un elenco de primer nivel personificando al bando justiciero Morgan Freeman, Gary Oldman y Michael Caine y por el lado contrario con Liam Neeson y Cillian Murphy.Destacable creación de Christopher Nolan (Memento), donde nuevamente trasgrede el curso temporal de los hechos para ahondar en la siquis del protagonista. Doble mérito si se trata de acoplar estos recursos a un personaje largamente manoseado.