7/22/2005

Roma, la decadente

El Día de la Madre y el Día del Niño tienen un punto en común en el film Roma, del realizador argentino Adolfo Aristarain.
La trama comienza en España con Joaquín Góñez, un escritor consagrado que, para transcribir sus memorias, contrata los servicios de un joven estudiante de periodismo. Góñez es un hombre hastiado de cuanto le rodea y que, en pleno trabajo de repasar las distintas etapas de su vida en Buenos Aires, va resquebrajando esa coraza invulnerable y pesimista que lo caracteriza.
¿Lo rescatable del film?: las excelentes locaciones que hace el director al pasar de la década del 49 al 50 y luego al 60; las actuaciones de José Sacristán, el viejo escritor, y de Susú Pecoraro, quien hace de Roma, la madre del protagonista, y que en 1984 participara en Camila, postulante al Oscar a la mejor película extranjera.
Sin embargo, y a pesar de haberse llamado Roma en honor a la abnegación materna, el film se centra en la vida cronológica de un niño huérfano de padre y que luego se ve enfrentado a una juventud disipada de los años 60 al más puro estilo Busco Mi Destino. Si no fuera porque madre e hijo padecían de constantes apremios económicos, lo más seguro es que el joven hubiera aparecido hundido en alguna de esas emblemáticas motocicletas. Pero a falta de motos, algunos atisbos del parlamento sorprenden al escucharlo hablar sin tapujos de orgasmos y otros menesteres con su mamá.
Cuesta encontrar el hilo conductor desde un principio. Carente de conflictos, las dos horas y media que dura la película están determinadas por un buen comienzo que se diluye en una biografía que avanza a tropiezos sin involucrar al protagonista con la política, ni con el amor ni mucho menos con la muerte de Roma. Los discursos se exceden cayendo a ratos en una atmósfera de bares y libros de un Buenos Aires bastante manido.
Aristarain quiso purgar sus propios pecados con demasiada autocomplacencia. Tal vez el humor hubiera surtido el efecto milagroso para tratar una temática que bien ha funcionado en varias obras de Woody Allen. Pareciera que, presintiendo los aleteos próximos de la muerte, el director creara una retrospectiva hecha a la rápida; un diario de vida predecible, sin añadir en el relato algún hecho que escapara a la burda realidad como sí lo hizo García Márquez en sus memorias Vivir para Contarla.Ahora por qué le pusieron Roma, la madre que en uno de los pasajes dice “ninguna de las vidas que uno vive tiene mucho sentido”, tal vez ahí esté la base del desarrollo argumental. Carentes de sentido, nos quedamos con imágenes débilmente tratadas y un joven cándido e ingenuo que no evoluciona hasta llegar al arisco escritor del presente.

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