7/18/2005

La voz del pueblo

Entre risas y resignados comentarios las personas salieron del cine una tarde de sábado después de ver La Guerra de los Mundos, la reciente entrega del director Steven Spielberg. Mientras bajaba las escalinatas recordé a José Luis Rodríguez en el Festival de Viña del Mar de 1988 y su célebre frase “A veces hay que escuchar la voz del pueblo”.
En verdad, fue casi imposible retrotraerse a un director afamado por articular con sofisticados métodos de producción, obras en donde la temática extraterrestre es ya una impronta de taquilla insuperable (Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, ET). Lo mismo ocurre con Tom Cruise, inverosímil en su papel de padre indiferente, aunque la cronología de sus interpretaciones denota escasas variaciones interpretativas.
Los primeros minutos nos interiorizan de un padre divorciado que trabaja como estibador en un puerto de New Jersey que recibe a sus hijos Robbie y Rachel, adolescente rebelde el primero y niña exigente, la segunda, quien no para de gritar. Pero su histeria tiene una razón: seres de otro planeta han bajado a la tierra para enseñorearse de todo y cultivar, con sangre humana, unas plantas parecidas a los corales de nuestro azulado planeta.
La idea de seres inteligentes hostiles a la raza humana viene del escritor inglés Herbert George Wells, quien publicó en 1898 una novela del mismo nombre que la película. Wells inspiró a Orson Wells a difundir por la cadena radial CBS el 30 de octubre de 1938 un programa que causó real pavor en una New Jersey sensible al advenimiento de una guerra mundial. Hay algunos que, escarbando en el original, encuentran una crítica severa a la hegemonía que ostentaba el imperio inglés en esa época, mientras que con la cinta de Spielberg hallan los mismos motivos temerosos del futuro bélico que imponen los grupos extremistas islámicos.
Motivos más o menos, pasados los primeros veinte minutos y descontando de plano la ingerencia del gobierno o la policía, el film se centra en entretener mediante un impecable despliegue computacional logrando con el surgimiento del primer trípode una de las escenas mejor logradas. Claro que en la lógica irreal del cine de espectáculo debe haber algo de credibilidad; por ello resultan imperdonables situaciones como la falta de cadáveres al encontrar los pedazos de un avión o la inexplicable salvación al caer de un ferry. La carrera por huir se ve interrumpida por un corto e intenso pasaje de suspense cuando padre e hija llegan al sótano de Ogilvy (Tim Robbins).El final, y escuchen con atención a quienes salen del cine, tropieza por un romanticismo casi fuera de contexto. Pese a sus errores, Esteve de Jarnatt logra estampar el pánico ante la caída de una bomba atómica con mayor solidez en Miracle Mile, de 1987.

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