7/17/2006

Más que un milagro

“Soy católico, pero a mi manera; es decir, creo en Dios pero no comulgo con los dictámenes de la Iglesia”. Estas palabras, como un viejo sermón, están llegando a su fin. Pareciera que en nuestra debilidad, necesitamos algo de qué sujetarnos para reorientar estas pobres existencias imbuidas en una relatividad que escalda los huesos.
No es que “El Código da Vinci” venga a hundir nuestra condición de religiosos devotos. Nada más lejos de ello, si consideramos que cada año son menos quienes optan por la vida sacerdotal y matrimonial ante los altares. Insertos en el sinsentido de la modernidad, nos hemos levantado con un golpe en la mesa pidiendo explicaciones a nuestro Padre sintiéndonos más hijos de una sociedad que se conduele de orfanato en su sistema de valores. ¿En qué creemos?
La realización de Ron Howard no puede ser cuestionada desde el seno mismo de la cristiandad, ya que es imposible cuestionar la fe. Quizás desde el punto de vista histórico, pero parece inverosímil que un personaje tan determinante en la historia universal, como Jesús, no tuviera detractores. Ni siquiera se puede apelar al olvido. Nikos Kazantzakis, el gran escritor griego, ya había hipotetizado en 1951 con “La última tentación de Cristo” acerca de la vida marital del hijo de Dios.
El film que movió en el corto tiempo 40 millones de personas a asistir al cine, estuvo precedida de una fuerte campaña publicitaria avalada por la nebulosa de donde partía la fantasía y terminaba la realidad. Allí aparecía el Opus Dei como una secta mediática de la Iglesia Católica para ocultar una verdad que amenazaba con derrumbar los cimientos del cristianismo. No obstante ello, los templarios, pasando por Leonardo Da Vinci, fueron los receptores de las pruebas irrefutables que Cristo había tenido una hija con María Magdalena y cuya descendencia se mantendría hasta hoy.
Howard se encarga de tejer un film donde la intriga policial es el acordeón de fondo que a veces defrauda y otras divierte. Con un tratamiento más poético -no hay otra forma de tratar un tema que lleva más de dos mil años enquistado en nuestras almas- el film hubiera alcanzado a llenar esa cuota de necesidad de una sociedad sedienta de iluminismos.
Con personajes donde la flagelación de la carne parece ser el tónico de toda divinidad ultraterrena, la mayor parte demuestra escasa simpatía, incluso, por ellos mismos. ¿Qué queda?: el eco banal del ronceo de un automóvil en reversa perdiéndose entre las hendiduras de las montañas y un final que es verdaderamente un pecado para la cinematografía de mediano nivel.

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