5/29/2007

Marginales redentores

Desoladora en su realidad miserable, pero tremendamente nostálgica. “La ley de la calle”, de Francis Ford Coppola, nos devuelve a cada instante los vicios de una sociedad sumida en el descrédito pero que, a la vez, es capaz de profesar ese cariño propinado con un fuerte palmetazo en la espalda.
Creo que Coppola no volverá a hacer una película como esta. Toda su obra está impregnada de fatalidad y cariño, como en la terrorífica “Drácula” y la nostálgica “Peggy Sue”. Pero en este caso este descendiente de italianos se las ha ingeniado para meterse en los recovecos de las relaciones familiares y el matonaje a ultranza hasta llegar a esas largas secuelas de los “Padrinos”.
En sólo 90 minutos, nada sobra en “La ley de la calle” filmada en 1983. Una época marcada por el cambio cultural y donde las bandas de delincuentes ya no se rigen por el valor de la honra y la fama. Rusty James es el último en preservar los viejos estandartes que ya ni su hermano ni su padre creen.
Rusty es un joven pobre de Estados Unidos. Vive junto a su padre y su vida transcurre entre visitas furtivas a su polola y los estudios en una secundaria. Tiene un padre alcohólico y una madre ausente que, después se entera, vive con un empresario del cine en California. Hasta que regresa su hermano mayor, “el chico de la moto”, quien fuera figura de un ambiente delictual que ya pasó.
Tanto el padre como el hermano son seres marginales, resignados a un destino de alcohol y sueños frustrados. Rusty James es sólo el reflejo de esos viejos ideales de volver a los combates tribales donde el compañerismo era lo último que se perdía y donde las drogas no estaban tan extendidas. Rusty es el perdedor por excelencia que se redime al tomar la motocicleta de su hermano para seguir la ruta de sus deseos de peces de colores. En una de esas tiene mejor suerte.
Fue este tipo de cine el que motivó a Alberto Fuguet escribir “Mala honda”, y que es la continuación de “Guardián en el centeno”. Seres llenos de inconformismo que llevan sobre sus espaldas el valor de cambiar el mundo, aunque saben de partida que es tarea perdida. Aún así se dan el lujo de soñar y adornar con perlas y guirnaldas las ramas de un árbol podrido por la indiferencia y la desolación de los sentimientos.

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