8/30/2006

Las flores del Corán

Siempre he sentido un interés reverencial por aquellas personas que sienten la fe cristiana como el faro indeleble de sus vidas. Hay una cualidad especial para transitar los días con optimista felicidad en estos seres. El señor Ibrahim es uno de ellos.
Claro que él es un musulmán ya anciano, dueño de una tienda de la Calle Azul de París. El mismo lugar donde se pasean rabinos y prostitutas a plena luz del día. Y en cuyas bifurcaciones vive Momo o Moisés, el niño marcado por la tristeza al cumplir 16 años. Las putas, el viejo y el niño componen la fauna de esta película que es en verdad un cuento conducido por dos ejes centrales: la religión y el amor filial.
El film comienza con el despertar sexual del adolescente rompiendo el chanchito de sus ahorros para pagar los servicios de una prostituta. Sobreviene el alejamiento de su padre, su abandono total, y la necesidad de un anciano por delegar parte de su experiencia como un mandato divino, previendo el aciago momento que vendrá. Es el mismo tipo de relación entre Edipo y Antígona, en la literatura; entre Remi y el señor Vitalis, en el anime, y de Moncho y el Doctor Gregorio en otra grandeza del cine: “La lengua de las mariposas”.
Tras este verdadero viaje de emociones está el Corán en frases como “lo que das es tuyo para siempre, porque lo que guardas se pierde”, “la lentitud es la clave para ser feliz” o “el país rico o pobre se conoce por los basureros públicos”. Para Momo la risa era privilegio de ricos, hasta que su nuevo amigo le enseña que mediante este simple gesto lograría cualquier cosa. Acá transitan por un París cosmopolita donde el respeto es la esencia del vecindario. Donde el director Francois Dupeyron se da el lujo de ostentar sus influencias estilísticas venidas de Truffaut, al incluir una escena donde una famosa actriz interrumpe el tráfico y la secuencia misma de su propia historia. Es la magia del cine que “El señor Ibrahim y la flores del Corán” muestra en esplendor.
Una hora y media para respirar un poco de fatalidad, pero sin amargura. Con un joven sensible que aprende en el momento oportuno que la música, las mujeres, los baños sauna, los viajes y, por sobretodo, la bondad, corresponden al bálsamo de la vida. Insertos en ambiente sesentero, con sotanas y turbantes cruzándose en la calle sin prever el choque violento que estaba por sacudirlos con menos Corán y más racionalismo hundido en la ignorancia supina del verdadero aporte del humanismo.

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