9/06/2006

Agosto 9, 1945

En varios aspectos Chile se parece a Japón. Tanto en esas heridas que no cierran, como en la adopción a la fuerza de sistemas económicos foráneos. Claro que los nipones constituyen una raza paciente y silenciosa, en esa extraña y aparente resignación por la vida donde uno nunca está seguro.
Ocurre en la escena donde conversan dos sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. Dos ancianas rememoran la hecatombe de Nagasaki sentándose una frente a la otra en horas sin decirse una palabra. Kan, la abuela, es descubierta en esta confrontación con la realidad por uno de sus cuatro nietos que vinieron a pasar las vacaciones a su cabaña, en las afueras de la golpeada ciudad. Es así como la diferencia palpable entre generaciones devela la insustancia cruel olvido y el dolor purificador.
Al regresar los padres de los niños, después de visitar a un pariente avecindado en Estados Unidos que logró hacerse rico con la exportación de piñas, comienza una persecución para que la abuela visite a su único hermano vivo, que muere en medio de la opulencia. Está la posibilidad cierta que traspase una de las compañías a sus parientes japoneses. Se erigen castillos en el aire de verde dólar, hasta que la abuela los acusa por parecer pordioseros.
Para ella la vida se reduce en contar historias del pasado a sus nietos, quienes van redescubriendo los hitos de sangre y desolación que dejó la explosión atómica de 1945. Pero no es una narración rencorosa, aunque dirige una crítica soterrada a una norteamérica ausente entre las naciones que levantaron un memorial en el lugar de los sucesos. Para Kan es mejor abanicarse en noches de luna y comer sandías en estos calurosos días que dieron forma a “Rapsodia en agosto”, de Akira Kurosawa.
El dolor es una cosa latente, sin una pizca de revanchismo. Sino como testimonio para la humanidad, porque las heridas arden. Según la tradición oriental, se requieren cinco generaciones para superar los traumas sociales. ¿Qué hacer mientras el pasado aún pena?, es una respuesta que se deja entrever en el mismo título. Rapsodia y toda su carga poética en pasajes como la rosa plagada de hormigas, la misma flor que tararean más de una vez y que sirve de conexión del pasado y presente. O el final, con la anciana descontrolada luchando contra el viento y la lluvia, sin que nadie pueda alcanzarla. Parodia fiel del estandarte sublime de los valores que nunca mueren.
Que la guerra es un monstruo grande y pisa fuerte, tan fuerte para no olvidar ni por todo el oro del mundo.

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