3/28/2007

Aparente felicidad

Con “La maldición de la flor dorada”, Zhang Yimou cierra una trilogía de corte épico donde los conflictos políticos se entrelazan con los desencuentros amorosos que ocurren en la China de hace mil años. Por suerte, el director chino terminó con esta tendencia de mostrar de la manera más comercial posible, los altibajos de la cultura antigua de la gran nación asiática.
Estamos en el año 928 después de Cristo, cuando la dinastía Tang ostentaba en esplendor los preparativos para la Gran Fiesta del Crisantemo. El emperador Ping está por llegar después de una larga temporada lejos de su morada. Lo espera la emperatriz con sus tres hijos y un sinnúmero de conflictos propios de una tragedia griega.
La infidelidad se superpone a la crueldad de un rey empecinado en volver loca a su esposa haciéndola tomar un brebaje a base de un hongo nocivo para la salud. Entonces uno de los hijos complota con la madre para desestabilizar el reinado con un golpe de Estado, sin contar con el olfato de felino que tiene el emperador ante el peligro. Peor aún si viene de una familia disfuncional.
En este film Yimou deja ver las costuras gruesas de un entramado demasiado comercial. La sobrexposición de peleas, correrías en caballo y sangre por doquier superan lo tolerable hacia el final dejando a un lado todo el trabajo creado por los conflictos internos de los personajes. Y eso que sonaba interesante develar lo más abyecto que acontece hasta en las mejores familias.
De cómo los conflictos familiares son capaces de poner en peligro todo un sistema de gobierno, parece ser el mensaje básico de esta realización. Es cierto, parece una trama sacada con calco de una telenovela ramplona, pero qué mejor ejemplo para graficar hasta qué punto las vivencias cotidianas son las mismas sin importar épocas ni naciones, ni mucho menos las razas que lo viven. Lo imperdonable está en la creación de personajes sin empatía; demasiada frialdad, cálculo y crueldad nublan en los espectadores una mirada más benevolente hacia el dolor de una reina sumida en el desprecio.
Como discurso archiconocido, el honor vuelve a lucir con luces propias, pero con la brillantez que emite la superficie de una manzana podrida en su interior por la discordia.

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