11/14/2006

Lágrimas del cielo

Al comenzar la década de los noventa, el cine deja que los casos policiales más complicados sean resueltos por mujeres. Y parece que la fórmula dio los resultados esperados. Primero fue la agente del FBI Clarece Starling en “El silencio de los inocentes” y luego la policía Kirsten Cates en “Rush”.
Kirsten –interpretado por Jennifer Jason Leigh- es una novata y aventajada policía que recibe la orden de desarticular una banda de narcotraficantes. En la investigación se une al agente Jimmy Raynor –Jason Patric- que lleva camino adelantado haciéndose pasar por un consumidor sin remedios en las inmediaciones de un bar frecuentado por toscos cowboys.
Mientras aparecen nuevos antecedentes, los policías deben entregar periódicamente a sus superiores, en sobre cerrado, las muestras de los alucinógenos adquiridos con el día, la hora y el contacto que los surtió. Pero mientras no den con el pez gordo de los narcos deberán continuar simulando su condición de consumidores, hasta que la delgada línea que separa el delito de la ética profesional se diluya.
De agentes a drogadictos. De saludarse con formalidad cada mañana, pasan a compartir la cama. Son unos ilusos justicieros que no sólo deberán vérselas con el hampa maloliente, sino también con la irresponsabilidad de sus jefes, la insensatez de los tribunales y, por sobretodo, de un sentimiento cada vez más fuerte que los puede llevar a la ruina.
Interesante realización de la directora Lili Fini Zanuck, con una banda sonora impecable que hizo famoso el tema de Erick Clapton “Tears in heaven”, sin pretensiones estilísticas y que atrapa la atención desde un comienzo reparando en el paredón indigno donde caer o surgir en majestad. Como un Jesús de los nuevos tiempos, con la razón de salvar al mundo de los estragos de la drogadicción.
Los profesionales se enfrentan a una carrera en solitario que sobrepasa sus propias fuerzas al cruzar la valla de lo prohibido. Sin saber que adentro imperan otras leyes. Y querrán salir para salvar sus propias vidas, haciendo de sus pocas convicciones un papel arrugado en el suelo y convenciéndose que donde reina la ley del más fuerte la astucia – no los ideales sublimes – será el pasaporte hacia la libertad.

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