4/15/2005

Amor que nunca mueres

El largo travelling siguiendo de espaldas el trote de un hombre sobre un camino nevado de un parque neoyorkino, sumado a la escena de un parto, presagiaban el relato de un film que sólo por su nombre (Birth, traducido a Reencarnación) auguraban el salto deslumbrante hacia los abismos de la muerte. Pero este motivo fue el menos abordado.
Nicole Kidman interpreta a Anna, una viuda que después de diez años deja a un lado el luto para reemprender su vida con el anuncio en una comida familiar de su nuevo compromiso con Joseph (Danny Huston). En medio de la velada aparece un niño de diez años que pide a Anna que no se case pues dice ser la reencarnación de su difunto marido.
Lo que comenzó como una jugarreta infantil dio paso a la creencia fervorosa de la vuelta a la vida de Sean. El director Jonathan Glazer logra plasmar en cada gesto de la Kidman el resurgimiento del amor idealizado que siente por su ex marido (luego se sabrá que nunca fue tan ideal), imagen depurada que la deposita en el niño que tampoco era motivado por las intenciones más excelsas. Más que reencarnación es la historia de una mujer atormentada por sus faltas emocionales porque cuando creía restablecer su vida sentimental, ésta se desfigura lentamente en una larga secuencia en primer plano mientras presenciaba una obra de ballet.
El ritmo lento de la película nos adentra en una trama envolvente sostenida por las interpretaciones consistentes de los actores pero en especial de Nicole Kidman, creíble en su amor hacia el niño, y Lauren Bacall como la estricta e impositiva matriarca. Ambas ya se habían encontrado en Dogville, otra gran obra llevada al cine.
Las secuencias de una mujer adulta y un niño metidos en una bañera desnudos, sólo despiertas suspicacias en la polémica opinión de los círculos conservadores norteamericanos quienes criticaron el pregón que hacían de una relación pedófila. Creo más bien que se trató de una articulada campaña publicitaria.
El ritmo, las actuaciones, los tonos plateados del frío invierno plasmaron en el celuloide imágenes de una elegancia y textura raras de ver en el cine de Estados Unidos dados más que nada a la grandilocuencia de lo digital. Estaríamos presente a un film de primer nivel si no fuera por la última media hora en que la trama se despeña por la racionalidad absurda que empaña lo que estaba llamada a convertirse en la mezcla sicológico-amorosa más llamativa de los últimos años.En su esfuerzo por sincerarse, el director logra develar la extrema ingenuidad femenina como un trazo poético librado a su suerte de un disparo al aire.

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