10/08/2004

Dura realidad

Elefante, el film de Gus Van Sant que ganó dos premios, entre ellos la palma de oro a la mejor película, en el 56º festival de Cannes 2003 sorprende por lo desconcertante que es. Desprovista casi por completo de un parlamento, desarrollo y ritmo mínimo para recibir el calificativo justo de una película de calidad, da la impresión que fuera un trabajo hecho por un primerizo director.
De hecho el rodaje duró veinte días con personajes encarnados en jóvenes que no eran actores sino simples estudiantes de una secundaria de Estados Unidos. La película dura menos de una hora, acercándose más a un documental por las largas secuencias que siguen los alumnos en sus trayectos por los pasillos del colegio.
¿Dónde está la gracia?, pues en el inteligente montaje que hizo el director combinando una serie de elementos claves con el mínimo de recursos técnicos. Llama la atención que este tipo de cine provenga de gente consagrada y vieja como Lars Von Trier. En el caso de Van Sant, es una suerte que vuelva al cine independiente después de un corto recorrido por la industria en cintas como Descubriendo a Forrester.
Elefante se origina en una antigua parábola budista, en donde un grupo de ciegos examinan un elefante por partes, sin dar jamás con la descripción completa de lo que tenían en frente. El “elefante” de Van Sant es menos tangible, pues aborda la violencia que subyace en la sociedad en cada segundo que pasa, pero que nadie es capaz de develarla y mucho menos hacer algo por remediarla.
Van Sant nos sumerge en un breve acontecimiento ocurrido en un colegio cualquiera de la gran nación del norte como si fuera un poema: corto, pero certero. La sonata Claro de Luna, de Beethoven, triste y melancólica, acompaña a Nate (Nathan Tyson) en el primer recorrido por el colegio, antesala del oscuro designio que le espera. El tema aparece por segunda vez casi al final, interpretado por Eric (Eric Duelen), talentoso y sensible, quien escribirá una de las páginas más negras de la historia norteamericana.Un lugar donde no hay cabida para los mateos, pero sí para padres alcohólicos e indiferentes, estudiantes triviales y bulímicas motivadas por el consumo, para las armas de la muerte como entretención y, en medio de todo eso, un solo gesto de cariño en el beso que da una amiga lesbiana a John (John Robinson) que en verdad es Dante en los infiernos. Baste recordar nuestro “mechoneo” universitario despojado de todo el sentido que significa celebrar con respeto el derecho a pensar en forma sensata para darnos cuenta de la universalidad de este premiado film.

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