12/26/2006

¡Qué resaca!


Hace tiempo que el cine viene dando manotazos en el aire con el cuento de las grandes ciudades, tan inabarcables como decepciones se pueden encontrar ahí. Si le gustó “Bajo el sol de Toscana”, de seguro esperaba una verdadera revelación con esta entrega del Ridley Scott titulada “Un buen año”.
La semejanza entre ambas películas es incuestionable. Las dos se sitúan en una pequeña localidad campestre de Italia; tienen como protagonistas a personajes que cambian sus vidas casi por casualidad, al percatarse de lo deplorable que resulta vivir en Nueva York o Londres. Scott junta estas concepciones en la era de la globalización con las viejas armas del romanticismo ramplón y el falso humor.
Scott tenía de todo para encumbrarse por encima de “Blade Runner”, pero no lo hizo. Hay huellas de lo mejor de su creatividad futuristo-pesimista en este ambicioso funcionario de las finanzas, cuando regresa a su natal Provenza con el propósito de vender la finca de su abuelo recientemente fallecido. Un celular de última generación y un sofisticado sistema GPS en su automóvil dejan la sensación que el futuro ya lo estamos viviendo en carne propia. Que las viejas lecciones de Orwell, Bradbury y Huxley no son productos de una imaginación catastrofista.
Russel Crowe, en su peor actuación, no logra convencer en su evolución interior desde la frialdad del cálculo matemático hacia la poesía del paisaje o una tarta bien hecha. Con episodios que sobran, como la medio hermana que intenta seducir, Max Skinner (Russel Crowe) ni hace reír ni menos llamar a la reflexión. Sólo halló el camino más fácil al complicarse el camino en su propio nido laboral. Su mejor amigo le vaticina que todos los intentos por cambiar de vida son simplemente voladeros de luces.
Quien realmente destaca es el abuelo, interpretado por Albert Finney. Es él quien insiste en cada recuerdo (como sacados de un spot publicitario) que “cuando encuentres algo bueno, déjalo crecer” y “que es bueno perder, pero que no se vuelva costumbre” o “más que sol y agua, las vidas necesitan equilibrio”, reflexiones que hasta el día de hoy deben penar a Crowe.
El director jugó con lo mejor de los estereotipos, como la frialdad inglesa y que los franceses son tan cálidos como sus vinos. Llama la atención que en medio de tanta Francia los temas fueran todos en inglés. Si de fuerza vital de pueblos se trata, que Ridley vaya a Cuba como lo hizo Wim Wenders, y deje madurar sus ideas hasta que suban como las burbujas fermentadas del mejor vino.

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