3/02/2006

Un paño blanco africano

En el renovado metrotrén que une a Viña del Mar con Valparaíso había una pareja de campesinos humildes de entre 15 ó 16 años de edad. Sus vestimentas y ademanes así los demostraban. Él, con una preocupación desmedida, propia de los recién enamorados; ella, un tanto más retraída. Era, a todas luces, un amor de los cristalinos.
La antítesis de ello son las personas “que vienen de vuelta” y cuya unión se basa en algún misterioso deseo de cumplir o proseguir con un objetivo propuesto de antemano. Acá el azar no cuenta y ese parece ser el motivo inicial del encuentro entre un diplomático de la corona británica y una bella defensora de los derechos humanos en el film “El jardinero fiel” del realizador brasileño Fernando Meirelles.
El título lo dice todo. Justin Quayle (Ralph Fiennes) es un fiel amante de la jardinería que viaja a Kenia, lugar donde debuta en escena con su joven prometida Tessa (Rachel Weisz), a quien se le imputa un desliz amoroso con Sandy, un médico africano que presta toda su ayuda en develar las extrañas muertes en un hospital de ese pobrísimo país.
La trama pasional cede a una intriga policíaco-periodística por parte de ella y que deja fuera de escena al diplomático a fin de no entorpecer su carrera. Ella muere en extrañas circunstancias en el lago Turkane y su amigo aparece pendiendo de la rama de un árbol en las cercanías. Esto motiva a un Quayle impertérrito a seguir la pista dejada por su esposa y que se relaciona con el complot entre el gobierno británico y una conocida marca de medicamentos que utiliza la población de esa zona devastada por la miseria para experimentar una vacuna contra la tuberculosis.
El tema se aleja de la fantasía si consideramos que realmente es en África donde más gente muere a causa de diversas enfermedades propagadas sin control. Rachel interpreta su rol de investigadora incansable como lo haría la mejor de las reporteras de una ONG que aboga por la salud mundial. Por ello, el amor es el pretexto un tanto interesado en ella e indiferente en él, que alcanza su punto cúspide en los recuerdos y en el llanto del flemático inglés, en medio de uno de sus cuidadosos jardines.
Meirelles utiliza uno de sus mejores recursos (la imagen publicitaria) para atrapar con interés un tema complejo. Ya no es el James Bond en plena guerra fría, sino que una ciudadana librada de toda afiliación partidista, interesada en librar una lucha sin cuartel valiéndose de un notebook, contra un fenómeno propio de la globalización: la expansión inescrupulosa de una transnacional.La cinta será una delicia para los que aún creen en los ideales sociales en los albores del siglo XXI y en el amor como algo más que la encrucijada ciega de dos amantes.

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