4/19/2007

La Búsqueda

Howard sabe que tiene los días contados, ya que su carrera como actor va cuesta abajo, pero no le importa. Está cansado de rodar filmes western y, peor aún, de una vida de mujeres, drogas y juegos. “Aún estoy vivo”, se dice cuando está por concluir una realización en medio del desierto, pero opta por tomar las riendas del caballo empleado para el rodaje y se encamina a tomar esas otras riendas, las de su propia vida.
Debe encontrar un nuevo sentido a su existencia y esta búsqueda parte en la casa de su madre a quien no visita en 30 años. Al llegar se percata que la fama y las mujeres siguen atentando contra esta necesidad de enmendar su rumbo hacia una zona que desconoce. Hasta que su madre le comenta que hace tiempo llamó una mujer de Montana para saber de él, padre de una hija que nunca conoció. Entonces sigue hacia los laberintos de una ciudad que se transformará en los derroteros de su suerte de perros.
De eso trata “La Búsqueda”, del alemán Win Wenders. Una trama sencilla, con desencuentros familiares y la soledad reflejada en el rostro del protagonista que no cesa de golpear las puertas ilusorias donde cree hallar sosiego. Hasta ahí, una trama manida y aparentemente sin sustancia, pero la genialidad de Wenders permite más lecturas.
De partida, los llanos extensos del desierto hablan desde un principio de los innumerables caminos a seguir. Asimismo, el nombre del film en que trabaja -“El fantasma del oeste”- se transforma en la propia encarnación de Howard, como un alma en pena en una cruzada incomprensible para el resto que no cesa de emitir argumentos como “prefiero las películas a la vida real” dice Sky, la hija desconocida, en contraposición a los deseos del padre de empaparse lo más posible de una realidad de pañales, esposa y pasteles enfriándose sobre una mesa. O cuando el representante de la empresa asegura que “el mundo es una mierda”.
El punto de inflexión se halla en ese ideario creado por la industria norteamericana, donde la diversión y la pompa son el centro de las aspas de un molino que es la vida. Un sitio inerte que se marea con todo cuanto ocurre alrededor para encontrarse al final del camino con la inmovilidad. Howard se ha transformado en un forjador de sueños ajenos y, como todo creador quizás, condenado a los confines de una soledad sin retorno.

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